Entre humo de leña y pasos en la ciudad: un día lleno de contrastes
El día comenzó entre risas y fuego de leña. Frente al fogón, ella sostenía la paleta de madera con firmeza, volteando con destreza las arepas que chisporroteaban sobre la llama. El humo se elevaba lentamente, impregnando el aire con ese aroma que solo se encuentra en la cocina tradicional. No hacía falta lujo, solo la calidez de un momento compartido y el recuerdo de las abuelas que enseñaron que con lo simple también se puede ser feliz.
Más tarde, en el campo, se mezcló entre sonidos de animales y la tranquilidad de un entorno natural. Tres perros corrían a su alrededor, acompañándola como si fueran guardianes fieles de una rutina sin prisa. Esa escena reflejaba lo que muchos olvidan: que la riqueza está en lo sencillo, en lo que no se compra ni se mide.
Con la tarde cayendo, salió a caminar. Las calles vacías y el cielo abierto fueron el escenario perfecto para levantar la mirada y contemplar la luna. Había algo poético en ese instante: mientras la ciudad seguía su curso, ella encontraba un respiro, un momento íntimo que parecía detener el tiempo.
La jornada continuó con otro fogón encendido. Esta vez, un dulce casero de Semana Santa burbujeaba lentamente en la sartén. Preparado con leña, el calor del fuego hacía que el sabor adquiriera una esencia única, imposible de imitar en cocinas modernas. Cada movimiento era también un homenaje a la tradición, a esas recetas que se transmiten de generación en generación.
El día no estaría completo sin una visita al mercado. Entre pasillos llenos de colores, olores y voces, recorrió los estantes en busca de productos frescos. Era un contraste marcado: de la leña y la tierra al brillo de un supermercado iluminado, pero con la misma intención de siempre, llevar a casa lo mejor.
De nuevo frente al fogón, la escena se repetía, pero nunca se sentía igual. Esta vez no estaba sola: una abuela, con la paciencia de los años y las manos sabias, la acompañaba en la preparación. Ese momento era más que una receta, era un símbolo de unión, de raíces que se mantienen vivas.
En la noche, mientras el humo seguía elevándose, ella sonreía al girar las arepas una vez más. Sin lujos, pero con alegría, compartía un pedazo de su vida, demostrando que la felicidad no depende de tener mucho, sino de valorar lo esencial.
Y para quienes pensaban que todo terminaba ahí, llegó una última escena tras bastidores: ella misma, entre risas y complicidad, preparando arepas al estilo venezolano con leña, mostrando que la tradición sigue viva, incluso cuando se cuenta frente a una cámara.
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